arrow_back
Numeral 02
El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina, y como ellos hubieran pecado en Adán, no los abandonó, antes bien les dispensó siempre los auxilios para la salvación, en atención a Cristo Redentor, «que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura» (Col 1,15). A todos los elegidos, el Padre, antes de todos los siglos, «los conoció de antemano y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Y estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza [1], constituida en los tiempos definitivos, manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos desde Adán, «desde el justo Abel hasta el último elegido» [2], serán congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre.
[1] Cf. San Cipriano, Epist. 64, 4; PL 3, 1.017. CSEL (Hartel) III B. p. 720 San Hilario Pict., In Mt., 23, 6: PL 9, 1.047. San Agustín, passim. San Cirilo Alej., Glaph. in Gen. 2, 10: PG 69, 110A.
[2] Cf. San Gregorio M., Hom. in Evang., 19, 1: PL 76 1.154 B. San Agustín, Serm., 341, 9, 11: PL 39, 1.499 s. San J. Damasceno, Adv. iconocl., 11: PG 96, 1357.